sábado, 14 de diciembre de 2013

Palomas

Hace algunos días pasaba en bicicleta por el Parque de María Luisa y sentí una punzada en el estómago. No sabría decir si más por la alegría o por la tristeza que me produce recordar ese lugar y todos los momentos de la primera mitad de mi vida que pasé allí. El caso es que, de repente, sentí un impulso irrefrenable de entrar. Dejé la bicicleta un poco más allá y me dirigí a la entrada principal del parque, dispuesto a entrar. Una vez dentro, vagué durante algunos minutos con paso lento, sumido en mis pensamientos, observando los azulejos, las palmeras, el gentío que se disponía a pasar una bonita tarde de domingo en familia. Al poco llegué hasta el lugar donde se reúnen las palomas y me senté en un banco. Una multitud de niños corrían entre risas aquí y allá jugando con las palomas, llenándose las manos de alpiste para que vinieran a ellos. No pude disimular una sonrisa al fijarme en sus prendas, tan coloridas, tan delicadas, de esas de «niños de papá y mamá», como solía decir mi madre (que a mí, por otro lado, siempre me gustaron a pesar de no haber sido un niño de papá y mamá). El aire olía fresco y el sol irradiaba con fuerza a pesar de estar en época de frío, como viene siendo frecuente en Andalucía. Me quedé allí un buen rato observando a las palomas. Me gustan las palomas porque para mí representan la inocencia, la pureza, la dulzura. En realidad, cuando vivía en mi antiguo barrio, hace ya bastantes años, recuerdo que el parque se ponía abarrotado de ellas y mis amigos y yo las espantábamos porque eran bastante molestas (y porque nosotros éramos un poco gamberrillos, dicho sea de paso), aunque si uno se sentía tremendamente alegre sentado en aquellos bancos era, sobre todo, por las palomas, por la fuente y por la actividad que había todos los días a casi todas horas. El caso es que me quedé allí sentado descansando bastante tiempo antes de volver a casa y eché en falta en ese momento alguien que me acompañara para ir a por un paquete de alpiste y ponernos nosotros también a corretear y a jugar con las palomas bajo el sol, sin prisas, sin que importara nada más, hasta que se nos echara la noche encima.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Piezas rotas

Dicen que todos nacemos ya completos y que no necesitamos ese «alguien» que anda perdido, como nosotros, en algún lugar del mundo, esperando a encontrarse con su otra mitad que hará sus días más felices. Yo, en cambio, soy una persona incompleta. Porque hubo un día, demasiado lejano como para recordar con claridad cuándo, que terminé de romperme. Igual que un rayo cruza en un instante la bóveda celeste en la inmensidad de la noche, hubo un día en que algo en mí hizo un fuerte «crac». Con el tiempo creo haberme dado cuenta de qué era eso que se rompió en mí, pero no he sido capaz de repararlo. Supongo que hay cosas que, una vez rotas, no pueden restablecerse. ¿Se restablece una amistad tras una traición, o vuelve acaso a ser la misma de antes después de que el tiempo la haya desgastado? ¿Y qué hay del amor -del tipo que sea-? El resentimiento lo hiere de igual forma. El mundo está lleno de personas rotas, como las viejas marionetas que un niño un día abandona en un desván lleno de polvo, y ellas ni siquiera lo saben. O lo saben y se levantan cada día con la esperanza, una vez más, de reparar lo que en ellas se quebró. A veces lo consiguen. Yo sigo esperando que llegue el día en que abra los ojos y un sol cegador entre por mi ventana, y pueda arrojar mis piezas rotas al mar azul, y unos brazos cálidos me rodeen con ternura y pasión queriendo no soltarme nunca. Tal vez entonces estaré reparado.



martes, 27 de agosto de 2013

Recuerdos de mi infancia en el pueblo

 Hoy he vuelto. Allí. Al pozo de mis mejores recuerdos. Me refiero al "Pueblo". Allí, a aquel pueblecito de la sierra onubense, cerca de Badajoz, solíamos ir mi familia y yo cada mes de agosto para pasar 15 o 30 días rodeados de mis tíos, primos y otros parientes. En el "Pueblo" fui pasando por las etapas más importantes de mi vida, desde mi más tierna infancia hasta mi curiosa e intensa adolescencia. En aquel entonces no necesitaba nada más que unas calzonas y unas chanclas (allí está o al menos estaba totalmente aceptado que los niños y los jóvenes vayan sin camiseta por la calle) para patearme todas aquellas callejuelas, cuesta arriba, cuesta abajo, con un entusiasmo tal que nada ni nadie hubiera podido quitarme. Al principio recuerdo que nosotros empezamos a ir cada verano y yo no conocía a nadie. Mis aventuras se limitaban a curiosear la vieja casa de mi abuela con su corral lleno de gallinas.

Con el tiempo fui haciendo amigos. "J" (así lo llamaré) fue el primero. De él no recuerdo mucho, tan solo que era un chico unos pocos años mayor que yo y muy alto que vivía con su madre en una casita a la que, por atrás, se podía acceder escalando con cuidado hasta justo donde comenzaba el campo por esa zona. Era un aficionado de los muñecos en miniatura, que recuerdo que guardaba en una cajita.

"Js" fue mi segundo amigo y el que más me marcó. A él lo conocí durante la feria de algún año, que en el "Pueblo" se celebra en la última semana de agosto. Resulta curioso el hecho de que fuera yo el que se acercara a él y le hablara primero. Y desde el primer momento hubo una conexión tan especial que para mí se convirtió en algo similar a un hermano. Compartíamos nuestro fanatismo por Harry Potter, por ejemplo. Y recuerdo que los días posteriores a nuestro primer encuentro el empezó a venir a buscarme todos los días para que saliera a jugar con él y, de vez en cuando, otros amigos suyos. Por desgracia, las circunstancias en mi vida cambiaron. Dejó de interesarme ir al "Pueblo" por diversos motivos. Hubo uno o dos años que no tuve ganas de ir y dejamos de vernos. Ese fue el comienzo del fin de una relación de amistad envidiable que no he conseguido dejar del todo atrás. Me he reprochado muchas veces haber permitido que esto pasara. La última vez que lo vi creo que fue hace tres años, de nuevo en la feria. Estuve con él y con un amigo suyo subiéndome a las atracciones, y ese fue el día en que me di cuenta que nada volvería a ser igual. Yo no era el mismo. Él tampoco. Nuestra relación era más distante. Aquel año volví muy triste a casa y por eso decidí que el siguiente no iría. Era una forma de tratar de olvidar mi pasado. He estado intentando hacer eso todo este tiempo y no lo he conseguido. Siento que debemos volver a vernos y hablar, pero ¿de qué? ¿Y de verdad tendrá él todavía algún interés en verme o él si habrá conseguido dejar su pasado atrás y rehacer su presente? Hoy conseguí su número de móvil gracias a mi prima y a su hermana de él, aunque parece ser que no tiene WhatsApp, y yo no me siento preparado para llamarlo.

Sea como sea, "Js", ¡no te he olvidado y nunca lo haré! Espero poder hablar pronto contigo, amigo.

Y a todos, tíos, primos, abuelos, etc., gracias por aquellos años tan felices.

Se me quedan algunas cosas en el tintero, pero es que se me están cerrando ya los ojos de sueño. Hasta pronto.

domingo, 12 de mayo de 2013

*

Ayer leí en Twitter esta frase de un tal rapero norteamericano llamado Tupac Shakur, ya fallecido: "Mi madre solía decirme que si no podía encontrar algo por que vivir, mejor encontrara algo por que morir". Hay veces que, de alguna forma, me he planteado (y me planteo) esa cuestión. Hay veces, muchas veces, para ser exactos, que me pregunto si en realidad sigo vivo. Es cierto que respiro, me alimento, tengo las necesidades vitales que cualquier persona tiene. Y sin embargo, pareciera estar pisando insistentemente el umbral de ese otro mundo tan lejano. Este planteamiento me lleva a preguntarme qué me retiene aún en el mundo de los vivos. Qué me hace cumplir concienzudamente todos los estúpidos compromisos que se me presentan un día, otro día, y otro, hasta que los días se convierten en semanas, meses, años. Por qué esa constante necesidad de tener contentos a los demás, cuando los demás ya no me importan. Me pregunto si no será que en el fondo busco contentar a los demás con el único fin egoísta de contentarme a mí mismo. O de consolarme. La verdad es que no lo sé. Porque es cierto: los demás han dejado poco a poco de importarme. He llegado a la conclusión de que siento un profundo desprecio hacia el ser humano en general. Cada día me parece más egoísta e inmaduro. Me irrito cuando oigo a la gente hablar o reírse tan alto en la calle, cuando algún conductor listillo cruza con el coche mientras el semáforo está en verde para los peatones, cuando algún desconocido se me queda mirando descaradamente (aunque reconozco que, en ocasiones, me gusta en cierto modo), cuando hay demasiado ruido, o cuando la gente en el autobús se abre paso a empujones. Son demasiadas cosas. Y ya no solo los demás, sino que, en general, ya casi nada me importa.

domingo, 28 de abril de 2013

De cuando me convertí en otra persona

Hace tiempo, no sé exactamente en qué momento de mi vida, que dejé de conocerme a mí mismo. Paralelamente lo hicieron las personas que lo significaban todo para mí. En realidad siento como si mi "yo" no fuera más que una división dual y el tiempo se hubiera encargado de hundir bajo su peso aquella otra parte. A veces siento una especie de angustia en el pecho, como si golpeara insistentemente para decir "No me he ido. Nunca lo hice. Solo estaba perdido". Y entonces me siento terriblemente mal porque, aunque intuyo lo que trata de decirme, no consigo traducirlo en palabras.

Realmente me asusta el paso del tiempo. ¿Habrá acabado ya incluso con el amor que mis padres, mi hermana y yo, o mis primos del pueblo -con quienes pasé los mejores veranos que uno pueda imaginar- y yo, mis tíos, abuelos,... y yo, nos teníamos? A todos ellos, no importa si viven conmigo o no, los echo de menos, y a otras tantas personas a las que un caluroso día de finales de agosto dejaría de ver.

Tengo demasiado sueño y estoy demasiado desganado para ir mañana a clases, pero es lo que toca. Ya va quedando menos para acabar.


sábado, 30 de marzo de 2013

2.-

Martes, seis y media de la mañana. Oigo la insistente alarma del móvil y cómo este vibra y se mueve sobre la mesita de noche, amenazando con caerse. Lo apago. No para seguir durmiendo, sino para aprovechar unos últimos instantes de silencio en la oscuridad de mi habitación antes de disponerme a comenzar otro día que será exactamente igual -o muy parecido- al de ayer, y al de anteayer, y al del día anterior, y así de forma ininterrumpida en el tiempo durante los tres, cuatro, cinco -he perdido la noción del tiempo- últimos años. Y, de repente, un silencio sepulcral me sobrecoge. Nunca he terminado de acostumbrarme del todo a él. Comer solo e irme a la cama totalmente solo ya no me afectan demasiado. Mi angustia se difumina entre las palabras de algún presentador de informativos o de cualquier otro programa que me es indiferente. Me da igual lo que pase en el mundo. Incluso si pudiera saber que mañana, o en cualquier momento, alguien lanzará una bomba atómica sobre la ciudad y todo acabará, eso no afectaría lo más mínimo a mis emociones.

Pasados diez minutos me levanto y termino de espabilarme en la ducha bajo un chorro de agua fría. Me acuerdo de que Nacho y yo quedaríamos hoy para almorzar después del trabajo en un chino cerca del centro. Sin duda, me vendrá bien desconectar un poco en compañía de alguien.

Una vez he salido de la ducha, me he vestido y me he peinado, salgo de casa, entro en el coche y me dirijo a la oficina.

domingo, 10 de febrero de 2013

.

Aquella mañana solo recordaba que se había despertado con un fuerte dolor de cabeza que se vio acentuado cuando, tras descorrer las cortinas, aquel sol cegador invadió la estancia. Nada más. Debía de haber vuelto a emborracharse la noche anterior mientras veía aquella Teletienda que emiten a altas horas de la madrugada. Prodigiosas fajas reductoras, milagrosas cremas antiarrugas, las mejores sartenes antiadherentes del mundo. Todo perfecto contado por una guapa "ama de casa" de voz angelical. Aquello siempre había sido superior a sus fuerzas, pero necesitaba escuchar algo, cualquier cosa. Hacía ya tiempo que el silencio le pesaba demasiado. Sentía que le asfixiaba. Que un desagradable escalofrío le recorría el cuerpo y los ojos se le anegaban en lágrimas, si bien, por alguna extraña razón, no alcanzaba a llorar.

Recordaba cómo hacía unas pocas semanas su compañero de trabajo le había sugerido que podría estar teniendo problemas con el alcohol. -Creo que pasas demasiado tiempo en ese bar. Quizás deberías volver a casa más temprano. Hay mañanas en las que pareces realmente cansado, como si apenas hubieras descansado -le había dicho mientras tomaban un café durante un breve descanso. -Debo de tener algo de anemia. Ya iré al médico un día de estos-. Mentía, sin duda alguna. Era un hecho conocido por todos que su mirada había perdido todo brillo, que su voz sonaba apagada y carente de cualquier emoción, que caminaba arrastrando los pies, como si siempre olvidara adónde iba. Desde que habían sufrido aquel accidente de moto que dejó a Álvaro tetrapléjico, ya no era el mismo de siempre. De hecho, se había olvidado de quién era. Se había olvidado de vivir. Y lo sabía, pero oírse a sí mismo decírselo a su compañero mientras este le lanzaba una sonrisa comprensiva con la que intentaba ocultar la lástima que se reflejaba en sus ojos, no podría soportarlo.