sábado, 30 de marzo de 2013

2.-

Martes, seis y media de la mañana. Oigo la insistente alarma del móvil y cómo este vibra y se mueve sobre la mesita de noche, amenazando con caerse. Lo apago. No para seguir durmiendo, sino para aprovechar unos últimos instantes de silencio en la oscuridad de mi habitación antes de disponerme a comenzar otro día que será exactamente igual -o muy parecido- al de ayer, y al de anteayer, y al del día anterior, y así de forma ininterrumpida en el tiempo durante los tres, cuatro, cinco -he perdido la noción del tiempo- últimos años. Y, de repente, un silencio sepulcral me sobrecoge. Nunca he terminado de acostumbrarme del todo a él. Comer solo e irme a la cama totalmente solo ya no me afectan demasiado. Mi angustia se difumina entre las palabras de algún presentador de informativos o de cualquier otro programa que me es indiferente. Me da igual lo que pase en el mundo. Incluso si pudiera saber que mañana, o en cualquier momento, alguien lanzará una bomba atómica sobre la ciudad y todo acabará, eso no afectaría lo más mínimo a mis emociones.

Pasados diez minutos me levanto y termino de espabilarme en la ducha bajo un chorro de agua fría. Me acuerdo de que Nacho y yo quedaríamos hoy para almorzar después del trabajo en un chino cerca del centro. Sin duda, me vendrá bien desconectar un poco en compañía de alguien.

Una vez he salido de la ducha, me he vestido y me he peinado, salgo de casa, entro en el coche y me dirijo a la oficina.